Huyen de violencia en Michoacán; piden asilo humanitario en EU

TIJUANA.

Asus 11 años, Javier trabajaba en el campo ayudando a sus abuelos durante la temporada de cosecha, También vendía donas los fines de semana y cursaba sexto año de primaria, pero tuvo que huir de la violencia que asola a Michoacán.

Hoy es uno de los miles de niños que piden asilo humanitario a Estados Unidos, pues regresar a su tierra es firmar una sentencia de muerte.

Hortensia, su madre –pide cambiar su nombre y no tomarle fotografías de cara, pues teme ser reconocida-, es directa en su respuesta: a Michoacán no puede volver con su familia, y a Estados Unidos aún no puede cruzar.

-¿Qué puede perder?

-Nomás la vida mía, la de mis hijos y de mi esposo.

En dos meses que lleva con su familia en Tijuana, Javier duerme en una tienda de campaña con sus padres y hermano de 4 años.

Pasa la mayor parte del día jugando con niños de otros países, principalmente de Honduras y El Salvador, que, como él, esperan que el gobierno de Estados Unidos apruebe sus casos de asilo humanitario.

Su nuevo hogar es en el albergue Juventud 2000. Tuvo que dejar sus juguetes, sus libros, la mayor parte de su ropa y desde luego, a sus familiares y amigos.

En las tiendas de campaña del albergue, los juguetes, las muñecas, los cuadernos, los monos de peluche, se revuelven con ropa y cobijas.

Voluntarias de algunas organizaciones civiles acuden a este y a otros albergues para brindar a los menores asistencia médica y dental, jornadas de lectura y aprendizaje así como manualidades.

En Apatzingán, Javier trabajaba en los campos agrícolas durante la temporada de limón, que dura de 3 a 6 meses, pero el resto del año, estudiaba y vendía donas.

En su tierra, era uno de los más de 50 mil infantes que según el Instituto Nacional de Geografía y Estadística (Inegi) trabajan en las labores del campo, principalmente, de meloneros, limoneros y de fresas.

En Tijuana es uno de los más de 50 mil migrantes que han salido de Michoacán, el 6,3 de 802 mil 807 connacionales, buscan asilo.

Ahora, a más de 2 mil kilómetros de distancia de su estado natal, Javier piensa que su tierra “está muy fea para regresar otra vez”.

Su padre llegó a la frontera hace unos días, dejó su trabajo como policía municipal porque los enfrentamientos con grupos delictivos ponían en peligro a su familia.